jueves, 8 de septiembre de 2016

Donde todo es posible

N
unca me gustaron las ciudades fáciles o aburridas, nunca entendí qué tenían de malo las palabras alboroto, bullicio o barullo.
Conocí a esta ciudad como se conocen a las mujeres que no nos convienen, con las que sueñas a escondidas, a las que no sabes cómo presentar a tus padres. Llegué a ella un poco por deseo y un poco por casualidad. La conocí en sus mejores días, los días de Feria, cuando está más guapa, cuando la alegría sale por cada costado, cuando es más libre y más canalla.

−¿Estás sola?
−¿Tú crees que yo puedo estar sola?
Tenía razón, nunca estaba sola, la gente se juntaba en sus plazas, bullía en sus calles, se retorcía como un dragón de papel de seda. A nuestro alrededor la música atronaba en mil colores y el olor de la Feria (inefable e inconfundible) lo inundaba todo.
La quise invitar a unos vinos, pero no me dejó pagar. La quise sacar a bailar, pero no había manera de que se quedara sola. Al final de la noche, aproveché el fresquito de septiembre para arrimarme, y la quise besar en cada esquina, en cada parque, en cada portal.

Siempre me gustaron las ciudades donde todo es posible, pasear por calles repletas de azares, por días forjados de ilusiones y noches desordenadas, avanzar palmo a palmo por su plano irregular, por ese lugar donde todo es posible.

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