jueves, 21 de marzo de 2019

El viaje de Ramón del Castillo

El 15 de noviembre Ramón del Castillo, conocido como El Sucio,  tenía una pelea en Los Mochis, en el estado de Sinaloa.
Esa noche, la mujer de Ramón, la india Jimena, había soñado, como si fuera Calpurnia, la última esposa de Julio César, que alguien iba a acabar con la vida del boxeador antes de que acabara el día.
Ramón El Sucio, no podía permitirse no pelear una noche por un mal sueño de su mujer, aunque fuera descendiente directa de los chamanes de Copán. A la una menos cuarto salió de casa, un cuarto de hora después tomó el autobús en la Plaza de Abastos y se dispuso a viajar durante seis horas. 
La india se había quedado en casa en completo silencio, mirándole meter sus guantes negros, su calzón rojo y su camiseta brillante en la bolsa de deporte. La india Jimena sabía hacer cosas que Ramón no había visto hacer a nadie, como dormir sin cerrar los ojos, hablar sin mover la boca o llorar vertiendo las lágrimas hacia su interior. En el momento en el que Ramón del Castillo salió de casa estaba haciendo alguna de estas tres cosas, pero no supo cuál.
Cuando el autobús hizo la segunda parada, subió una chamaca linda, de no más de veinte años, que se sentó junto a Ramón a quien se le encendió algo por dentro, una especie de chispa cálida que ya solo sentía después de un combate especialmente duro, o cuando el empresario de turno le daba su bolsa. Con las mujeres hacía tiempo que sentía muy poco, y la india Jimena siempre había sido tan parca en la cama como en el resto de su vida.
Aquella chamaca del autobús olía a flores maceradas en alcohol, de su cuerpo le llegaba un olorcillo dulzón con un final ácido que excitaba a Ramón por más que tratara de distraerse mirando hacia el paisaje que corría tras la ventanilla. Después de un bache espléndido en el que todo el pasaje dio un respingo, Ramón se dirigió sonriente a la muchacha, la miró por primera vez a la cara y, aunque se la había imaginado más hermosa, quedó entusiasmado con sus labios carnosos que le sonrieron sin excusas.
̶ Estos trastos acaban con uno antes de llegar a su destino.
La chica miró a Ramón como si lo conociera, le sonrió con sus labios de carne y le contó que ella tomaba todos los días esa línea y sabía exactamente dónde estaban situados cada uno de los baches, las curvas más peligrosas y los cambios de rasante en los que podían cruzarse con algún auto despistado.
Ramón estaba encantado de la locuacidad de la muchacha, según hablaba podía mirarla sin disimulo, recorrer con la mirada sus cabellos largos y rizados, tan morenos como los de su esposa pero mucho más suaves, fijarse en sus pechos generosos, en sus brazos firmes y en sus orejitas pequeñas perforadas con varios aretes plateados.
Después de que la chica le señalara con precisión matemática dos baches y un cambio de rasante en el que se cruzarían con un auto amarillo, Ramón le extendió su mano derecha para presentarse.
‒ Me llamó Ramón del Castillo, soy boxeador.
A la chica le brillaron los ojos, el olor dulzón de su cuerpo se hizo más intenso y Ramón supo que tenía que seguir atacando.
‒No sé si ha oído hablar de mí, me llaman El Sucio, hoy tengo una pelea en Los Mochis.
A la chamaca le despertó el apelativo de Ramón.
‒ ¿Le llaman El Sucio?
‒ Me quedé con ese nombre por culpa de una pelea de hace muchos años en la que dicen que gané de forma ilegal y, aunque expliqué mil veces qué pasó, me quedé con el mote, solo siento que al pendejo al que tumbé le pusieron El Ángel. Nunca he podido demostrar que me la jugó para perder y hacerse con ese nombre. Yo me llevé la bolsa y él la gloria.
‒ ¿Hubiera preferido perder y llevarse la gloria?
‒Por supuesto señorita, ¿por quién me toma?
Es ahora la chica, que solo acierta a decir que se llama Rosa y que es estudiante de administración de empresas en Los Mochis, la que apenas escucha a Ramón, la que solo logra fijarse con detenimiento, casi con mimo, en ese hombre menudo, de pelo ensortijado y nariz deformada.
‒ ¿Su nariz está rota?
‒Lo estuvo alguna vez   ̶ Ramón ríe con ganas― ahora solo es un trozo de carne pegado a mi cara.
Rosa también ríe y alguien, una voz femenina situada unos asientos por detrás, pide silencio. Ramón aprovecha para acercar su cara a la de Rosa y hablar muy cerca de esos labios de los que no puede apartar la imaginación.
‒Hay partes de mi cuerpo que han recibido tantos golpes que han pasado de la categoría de carne a la de pedazo de corcho.
Rosa siente muy cerca el olor a sudor de Ramón mezclado con el de la espuma de afeitar, un aroma que le recuerda lejanamente el de su cuarto de baño, cuando su padre aún estaba en casa, antes de fugarse a Puebla con aquella chamaca de ojos verdes.
‒ ¿Y no le duele?
Ramón no entiende bien la pregunta.
‒ ¿Qué no duele? ¿La nariz? ¿Los músculos? ¿Los huesos?
‒No sé, todo… ¿No le duele cuándo le pegan en las peleas?
‒En las peleas no hay dolor, chamaquita, el dolor llega todo junto cuando termina el combate y vuelves a casa o a la fonda. En las peleas solo hay tensión, no puedes despistarte, no puedes pensar en nada, si cierras un momento los ojos cuando los abres ya estás en la lona.
Rosa se imagina ahora a Ramón tumbado en la lona, con los ojos cerrados y la nariz rota, sangrando.
‒ Es usted un valiente, a mí me daría mucho miedo.
‒A mí también me da miedo, Rosita.
La forma en cómo ha dicho su nombre, hace que Rosita se sonroje, para disimular inclina su cuerpo y recoge del suelo del autobús un bolso dorado que tiene junto a sus pies, lo abre y busca algo a lo que sujetarse, no tarda en encontrar un caramelo de menta envuelto en papel verde muy brillante que ofrece a Ramón, que niega con la cabeza mientras sonríe. Rosita desenvuelve el caramelo con cuidado y Ramón retira la mirada, como si estuviera mirando más de lo que se le permite cuando el caramelo roza los labios carnosos de la chica.
En el momento en que Ramón intuye que el caramelo ya está en la boca de la chamaca vuelve la cara hacia ella, al hacerlo siente el olor a menta muy intenso e intuye que está demasiado cerca. Rosita también piensa en algo que no debería pensar y, para no hacerlo, sigue hablando con el boxeador.
‒ ¿Cuándo va a ser la pelea de Los Mochis?
‒ ¿La pelea? Hoy mismo, mija, es el primer combate de la velada, así que voy directo a la Ciudad Deportiva, del autobús al cuadrilátero, sin pensar.
‒ ¿No le dará tiempo a almorzar y descansar?
‒Ya estoy descansando. En cuanto llegue a Los Mochis comeré algo con muchas proteínas en cualquier parte, y después directo al combate.
Rosita imagina a Ramón buscando un sitio barato para comer, y subiendo a un autobús lleno de gente con su bolsa de deporte, y llegando al pabellón muy tarde, vestido ya de boxeador, mientras la gente le espera y le silba.
‒Si no le importa puedo invitarle a comer cuando lleguemos, conozco un restaurant pequeñito cerca de donde para el autobús, tiene comida italiana, ¿le gusta la comida italiana?
Ramón escucha muy atento y se enternece al oír como la chica pronuncia restaurant, el olor a menta lo ha llenado todo y los labios de Rosita parecen menos carnales.
‒Claro que me gusta, la pasta es muy importante en la alimentación de un deportista.
‒Pues allí donde le digo la preparan de mil formas, y todas están deliciosas, ya verá.
‒La acompañaré con mucho gusto señorita, pero seré yo el que invite.
Rosa no sabe qué decir, se da cuenta de que el boxeador la mira como miran los ojos de los hombres mayores, que su pelo es escaso y su gesto el de un guerrero cansado. Rosita sabe, como si alguien se lo estuviera diciendo al oído, que Ramón del Castillo va a perder esa noche algo más que la pelea y que solo ella puede evitarlo.
‒Está bien, cada uno podemos pagar lo nuestro, lo importante es que cargue bien sus energías para ganar la pelea.
El autobús abandona la Carretera Federal 15 para hacer una nueva parada, muchos de los pasajeros comienzan a levantarse y a uno de ellos se le cae al suelo una caja de cartón agujereada que se abre y de la que escapa un animalito de color verde, una iguana de unos treinta centímetros que provoca una especie de pánico contenido entre el pasaje y la bronca del conductor que detiene el vehículo pidiendo calma. El animal acaba apareciendo entre las piernas de Rosita que lo alza del suelo con serenidad y se lo entrega en las manos a su dueño, un hombre con aspecto indígena que la mira como si quisiera decirle algo, pero al que el conductor obliga a bajar del autobús allí mismo.
Rosa se queda largo rato mirando por la ventanilla del autobús al hombre de la iguana, como si tratara de averiguar qué es lo que ha estado a punto de decirle.
Cuando llegan a Los Mochis el sol le da a la ciudad un tono anaranjado de película vieja, el autobús serpentea por las calles y los automóviles se pegan a sus costados como las moscas a un buey. 
Ramón saca del bolsillo del pantalón un papel arrugado donde está escrita la dirección del pabellón y el nombre de la persona encargada de recogerle junto al número de un celular, mientras tanto Rosita busca algo en su bolso.
Unos minutos más tarde el autobús para y los dos se ponen de pie, Ramón ve frente a él a una chica de espaldas anchas y piernas largas enfundadas en unos tejanos azules muy ajustados. Rosa ve a un hombre pequeño y robusto, demasiado mayor para el papel que está interpretando, que sonríe y mira nervioso a los lados. Los dos bajan cómo si fueran una pareja de turistas y caminan juntos hasta el restaurante italiano que está a dos calles de la parada.
Apenas hay clientes, tan solo tres obreros de la construcción con sus monos de trabajo charlan en la barra, miran sin disimulo a Rosa y comentan algo que Ramón no puede oír pero que intuye. El comedor es grande, los manteles son de cuadritos rojos y blancos y, sobre ellos, hay lamparitas apagadas esperando la hora de la cena. Una camarera muy joven, vestida con una camisa blanca y el pelo recogido en una coleta les acerca una carta. Ramón se siente extraño y desprotegido desde que salió del autobús, echa de menos el calorcito, y el espacio reducido del vehículo, y hablar con Rosa sin necesidad de mirarla a la cara, como ahora, que la tiene delante y no sabe qué decirle. 
Es ella la que habla primero.
‒Yo siempre pido raviolis, los hacen muy bien, con gorgonzola, espinacas y salsa de pesto.
Ramón no sabe qué son exactamente los raviolis, ni conoce muy bien el resto de ingredientes. Pero tiene hambre y dice que le parece bien. Rosita le explica que también puede pedir pizza o cualquier otra cosa y Ramón, apurado, dice que así está bien.
Mientras esperan la comida, Rosa le pide a la camarera que les lleve unas cervezas, Ramón no dice nada y en cuanto llegan las jarras se agarra a su asa como un náufrago.
Hasta el tercer trago no comienza a hablar. 
‒No puedo pasarme con la cerveza, tengo que ver con claridad la cara de mi contrincante para poderle golpear.
‒ ¿Quién es?
‒ ¿Mi rival? Un chico nuevo, un chamaco de Los Mochis que se llama ‒Ramón saca de nuevo el papel arrugado y lo lee entornando los ojos‒ Lucio Puñal, creo que su padre también fue boxeador, me suena mucho, seguro que hemos peleado en alguna parte.
‒ ¿Con el padre? ¿Y ahora va a pelear con el hijo?
‒Ese chico está bien relacionado, necesitaba a un rival con experiencia, dicen que es muy bueno y que está harto de pegar a los de su edad, que necesita machacar a un veterano para que se empiece a hablar de él.
‒ Y ese veterano es usted.
‒ Buena bolsa, buen ambiente… si ese niñato quiere un buen sparring no hay problema, yo hace tiempo que perdí los escrúpulos.
La camarera lleva hasta la mesa los platos con los raviolis humeantes, el olor a albahaca invade la mesa. Ramón come con apetito y Rosa pide dos cervezas más. Cuando la camarera las deja en la mesa Rosita se fija en que tiene una iguana tatuada en el antebrazo derecho.
‒ La cerveza de este restaurant es excelente, es una de esas cervezas artesanas que no hacen daño.
‒ No sé si no hará daño, chamaca, pero te aseguro que calienta cuerpo y espíritu.
Antes de que traigan el segundo plato ya han llegado otras dos jarras y, cuando terminan de comer, Ramón siente una especie de felicidad interior que hacía tanto que no sentía que duda de si es él quien está sentado en aquel restaurante o si todo aquello solo es la imagen de algún recuerdo olvidado.
Antes de marcharse aún les da tiempo a brindar con una botella de tequila que la camarera ha dejado en la mesa junto a dos vasitos. 
Cuando salen por la puerta del restaurante, Ramón ha perdido su combate particular con Rosita y ésta lo lleva del brazo hasta un taxi, y el taxi los conduce hasta un hotel pequeñito donde Rosa pide una habitación a su nombre y paga por adelantado.
El 15 de noviembre Ramón del Castillo tenía que haber peleado en Los Mochis, en el estado de Sinaloa. Esa noche, la mujer de Ramón, la india Jimena, había soñado, que alguien iba a acabar con su vida antes de que terminara el día. 
Por suerte para Ramón, los recursos de una descendiente directa de los chamanes de Copán son infinitos.

Finalista en el XVIII Concurso de relatos breves Cuentos sobre ruedas-Alsa


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