Hace unos años viví en una ciudad en la que, sin causa aparente, las adolescentes caían fulminadas en los pasos de peatones. En una ocasión yo mismo pude ver a un grupo de colegialas uniformadas cuando cruzaban a toda prisa una avenida demasiado ancha.
Algunas reían, otras gritaban, otras solo apretaban los dientes y corrían. Solo una simulaba verdadero terror. Cayeron dos. Fue algo bello, como una ópera italiana o una tragedia griega, sus mochilas volaron y aterrizaron junto a las ruedas de un coche negro, sus cabellos revolvieron el aire de forma salvaje, sus cuerpos parecieron posarse lentamente sobre el asfalto, sus compañeras gritaron eufóricas o aterrorizadas.
Las autoridades locales trataron de solucionar el caso. Pero los médicos forenses no encontraban en aquellos cuerpos signos de muerte violenta y los inspectores de policía no sabían por donde empezar.
Se registraron sus casas, sus móviles y sus ordenadores. Se interrogó a familiares y a amigos. Llegaron especialistas en psicología, en medicina interna, en criminología, pero ninguno averiguó nada. Solo había un dato claro, todas las víctimas eran vírgenes.
Y todo tomó su curso, el curso natural de las cosas. Ignorando voces reaccionarias las jovencitas de aquella ciudad optaron por la supervivencia y dejaron su virginidad en la primera cama que encontraron.
Ahora, cuando voy por allí y tengo que cruzar un paso de peatones, miro siempre para ver si hay chicas esperando y, cuando encuentro a alguna y la miro a los ojos, siempre me sonríe ruborizada.