lunes, 23 de julio de 2018

Doncellas

   

Hace unos años viví en una ciudad en la que, sin causa aparente, las adolescentes caían fulminadas en los pasos de peatones. En una ocasión yo mismo pude ver a un grupo de colegialas uniformadas cuando cruzaban a toda prisa una avenida demasiado ancha. 

Algunas reían, otras gritaban, otras solo apretaban los dientes y corrían. Solo una simulaba verdadero terror. Cayeron dos. Fue algo bello, como una ópera italiana o una tragedia griega, sus mochilas volaron y aterrizaron junto a las ruedas de un coche negro, sus cabellos revolvieron el aire de forma salvaje, sus cuerpos parecieron posarse lentamente sobre el asfalto, sus compañeras gritaron eufóricas o aterrorizadas. 

Las autoridades locales trataron de solucionar el caso. Pero los médicos forenses no encontraban en aquellos cuerpos signos de muerte violenta y los inspectores de policía no sabían por donde empezar.  

Se registraron sus casas, sus móviles y sus ordenadores. Se interrogó a familiares y a amigos. Llegaron especialistas en psicología, en medicina interna, en criminología, pero ninguno averiguó nada. Solo había un dato claro, todas las víctimas eran vírgenes.    

Y todo tomó su curso, el curso natural de las cosas. Ignorando voces reaccionarias las jovencitas de aquella ciudad optaron por la supervivencia y dejaron su virginidad en la primera cama que encontraron.   

Ahora, cuando voy por allí y tengo que cruzar un paso de peatones, miro siempre para ver si hay chicas esperando y, cuando encuentro a alguna y la miro a los ojos, siempre me sonríe ruborizada.


Finalista en el IV Certamen de Relatos Villa Baños de La Encina (Jaén).

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