En la calle acabaron las restricciones y la gente celebraba los nuevos tiempos, las terrazas rebosaban y todos se besaban y abrazaban sin temor. Nosotros decidimos no salir de casa, pasábamos el día viendo series, pedíamos comida, nos abrazábamos con ternura y nos besábamos con pasión.
Cuando llamó la policía a la puerta me asusté, llevé a Cecilia al congelador y volví a colocarle una mascarilla en su carita. No entendieron nada, no había manera de explicarles que no estaba muerta, que detrás de la mascarilla seguía teniendo una sonrisa maravillosa, aunque cada día era menos roja y más azul.